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discurso de aceptación del premio



DISCURSO DE ACEPTACIÓN DEL PREMIO

1980 The Hyatt Foundation. The Pritzker Architecture Prize, 1980. Presented to Luis Barragán.
Redactado y firmado en México, D. F. Entre los meses de abril y mayo. Presentado en Dumbarton Oaks, EE.UU. el 3 de Junio de 1980.

Deseo dejar constancia de mi respeto y admiración por el pueblo norteamericano, gran mecenas de las ciencias y de las artes, y que, sin encerrarse dentro de los límites de sus fronteras, las trascendió para distinguir de manera tan honrosa y generosa, en este caso, aun hijo de México. Tengo plena conciencia, por lo tanto, que el premio que se me otorga es un acto de reconocimiento de la universalidad de la cultura y, en particular, de la cultura de mi patria.

Pero como nunca nadie debe todo sólo a sí mismo, sería mezquino no recordar en este momento la colaboración, la ayuda y el estímulo que he recibido a lo largo de mi vida por parte de colegas, dibujantes, fotógrafos, escritores, periodistas y amigos personales que han tenido la bondad de interesarse en mis trabajos.

Quisiera avalarme de esta ocasión para presentar ante ustedes algunos pensamientos, algunos recuerdos e impresiones que, en su conjunto, expresen la ideología que sustenta mi trabajo. A este respecto ya se anticipó —aunque con excesiva generosidad— el señor Jay A. Pritzker cuando explicó a la prensa que se me había discernido el premio por considerar que me había dedicado a la arquitectura “como un acto sublime de la imaginación poética”. En mí se premia, entonces, a todo aquel que ha sido tocado por la belleza.

En proporción alarmante han desaparecido en las publicaciones dedicadas a la arquitectura las palabras belleza, inspiración, embrujo, magia, sortilegio, encantamiento y también las de serenidad, silencio, intimidad y asombro. Todas ellas han encontrado amorosa acogida en mi alma, y si estoy lejos de pretender haberlas hecho plena justicia en mi obra, no por eso han dejado de ser mi faro.

Religión y mito. ¿Cómo comprender el arte y la gloria de su historia sin la espiritualidad religiosa y sin el trasfondo mítico que nos lleva hasta las raíces mismas del fenómeno artístico? Sin lo uno ni lo otro no habría pirámides de Egipto, ni las nuestras mexicanas; no habría templos griegos ni catedrales góticas, ni los asombros maravillosos que nos dejó el renacimiento y la edad barroca.

En otro campo, tampoco se habrían desarrollado las danzas rituales de los mal llamados pueblos primitivos, ni el inagotable tesoro artístico de la sensibilidad popular de todas las naciones de la tierra. Sin el afán de Dios nuestro planeta sería un yermo de fealdad. “En el arte de todos los tiempos, y de todos los pueblos, impera la lógica irracional del mito”, me dijo un día mi amigo Edmundo O’Gorman, y con o sin su permiso me ha apropiado de sus palabras.

Belleza. La invencible dificultad que siempre han tenido los filósofos en definir el significado de esta palabra es muestra inequívoca de su inefable misterio. La belleza habla como un oráculo, y el hombre, desde siempre, le ha prestado cuidadosa atención a su mensaje en su infinito número de manifestaciones: ya sea en el uso del tatauaje, en la elección de las conchas para un collar con el cual la prometida honra su compromiso con su pareja, o, de nuevo, en la aparentemente superflua ornamentación de las herramientas y sus utensilios domésticos, hasta en los productos industriales de la más avanzada tecnología contemporánea. La vida privada de belleza no merece llamarse humana.

Silencio. En mis jardines, en mis casas, siempre he procurado que prive el plácido murmullo del silencio, y que en mis fuentes cante el silencio.

Soledad. Sólo en íntima comunión con la soledad puede el hombre hallarse a sí mismo. Es buena compañera, y mi arquitectura no es para quien la tema y la rehuya.

Serenidad. Es el gran y verdadero antídoto contra la angustia y el temor y hoy, más que nunca, la habitación del hombre debe propiciarla. En mis proyectos y en mis obras no otro ha sido mi constante afán, pero hay que cuidar que no la ahuyente una indiscriminada paleta de colores. Al arquitecto le toca anunciar en su obra el evangelio de la serenidad.

Alegría. ¡Cómo olvidarla! Pienso que una obra alcanza la perfección cuando no excluye la emoción de la alegría; alegría silenciosa y serena disfrutada en soledad.

La muerte. La certeza de nuestra muerte es una fuente de vida, y en la religiosidad implícita en la obra de arte, triunfa la vida sobre la muerte.

Jardines. En el jardín el arquitecto invita a colaborar con él al reino vegetal. Un jardín bello es presencia permanente de la naturaleza, pero naturaleza reducida a proporción humana y puesta al servicio del hombre, y es el más eficaz refugio contra la agresividad del mundo contemporáneo.

«El alma de los jardines», decía Ferdinand Bac, «alberga la mayor suma de serenidad de la que puede disponer el hombre». Y fue Bac quien despertó en mí el anhelo de la arquitectura de jardín. Él decía: «En este pequeño dominio (sus jardines Colombières) no he hecho otra cosa que unirme a la solidaridad milenaria a que todos estamos sujetos, que no es sino la ambición de expresar con la materia un sentimiento común a muchos hombres en búsqueda de un vínculo con la naturaleza, al crear un lugar de reposo, de placer apacible». Ya se ve que es condición de un jardín aunar lo poético y lo misterioso con la serenidad y la alegría. No hay mejor expresión de la vulgaridad que un jardín vulgar.

En una vasta extensión de lava del sur de la Ciudad de México me propuse , arrobado por la belleza de ese antiguo paisaje volcánico, realizar algunos jardines que humanizarán, sin destruir, tan maravilloso espectáculo. Paseando entre las grietas de lava y protegido por la sombra de imponentes murallas de roca viva, de repente descubrí, ¡Oh sorpresa encantadora!, pequeños y secretos valles verdes
, ¡Oh sorpresa encantadora!, pequeños y secretos valles verdes —los campesinos los llamaban “las joyitas”— rodeados y limitados por las más caprichosas, hermosas y fantásticas formaciones de piedra que había esculpido en la roca derretida el poderoso soplo de vendavales prehistóricos. Tan inesperado hallazgo de esos valles me produjo una sensación similar a la que tuve cuando, caminando por un estrecho y oscuro túnel de la Alambra, se me entregó, sereno, callado y solitario, el hermoso patio de los Mirtos de ese antiguo palacio. De alguna manera tuve el sentimiento de que contenía lo que debe contener un jardín bien logrado: nada menos que el universo entero.

Jamás me ha abandonado tan memorable epifanía, y no es casual que, desde el primer jardín que realicé en 1941, todos los que le han seguido pretenden con humildad recoger el eco de inmensa lección de sabiduría plástica de los moros de España.

Fuentes. Una fuente nos trae paz, alegría y apacible sensualidad, alcanza la perfección de su razón de ser cuando por el hechizo de su embrujo, nos transporta, por así decirlo, fuera de este mundo.

En la vigilia y en el sueño me ha acompañado a lo largo de mi vida el dulce recuerdo de fuentes maravillosas. Recuerdo las fuentes de mi niñez: los derramaderos de aguas sobrantes de la presas, los aljibes de las haciendas, los brocales de los pozos en los patios conventuales, las acequias por donde corre alegremente el agua, los pequeños manantiales que reflejan las copas de árboles milenarios, y los viejos acueductos —perennes recuerdos de la Roma Imperial— que desde lejanos horizontes traen presurosos el agua a las haciendas con el arco iris estruendoso de una catarata.

Arquitectura. Mi obra es autobiográfica, como lo señaló Emilio Ambas en el texto del libro que publicó sobre mi arquitectura en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA). En mi trabajo subyacen los recuerdos del rancho de mi padre, donde pasé años de mi niñez y adolescencia, y en mi obra siempre he luchado por adaptar a las necesidades de la vida moderna la magia de esas lejanas añoranzas, de aquellos remotos y nostálgicos años.

Han sido para mí motivo de permanente inspiración las lecciones que encierra la arquitectura popular de la provincia mexicana: sus paredes blanqueadas con cal, la tranquilidad de sus patios y huertas, el colorido de sus calles y el humilde señorío de sus plazas rodeadas de sombreados portales. Y existe un profundo vínculo histórico entre esas enseñanzas y la de los pueblos del norte de África y de Marruecos, también éstos han enriquecido mi percepción de la belleza en la simpleza arquitectónica.

Católico que soy, he visitado con reverencia y con frecuencia los hoy vacíos pero monumentales conventos que heredamos de la cultura y poderosa fe religiosa de nuestros antepasados, el genio arquitectónico de los hombres de la colonia, y nunca ha dejado de conmoverme el sentimiento de bienestar y paz que se apodera de mi espíritu al recorrer aquellos claustros, celdas y solitarios patios. Cómo quisiera que se reconociera en alguna de mis obras las huellas de esas experiencias, como traté de hacerlo en la Capilla de las Monjas Capuchinas Sacramentarias en Tlalpan, Ciudad de México.

El arte de ver. Es esencial al arquitecto saber ver: quiero decir, ver de manera que no sobreponga el análisis puramente racional. Y con este motivo rindo aquí un homenaje a un gran amigo que con su infalible buen gusto estético fue maestro de ese difícil arte de ver con inocencia. Me refiero al pintor Jesús (Chucho) Reyes Ferreira a quien tanto me complace tener ahora la oportunidad de reconocer públicamente la deuda que contraje con él por sus sabias enseñanzas.

Y a este propósito no está fuera de lugar traer a la memoria unos versos de otro gran amigo mío y de las artes, el poeta Carlos Pellicer:

Por la vista el bien y el mal
Nos llegan.
Ojos que nada ven,
Almas que nada esperan.

La nostalgia. Es conciencia del pasado, pero elevada a potencia poética, y como para el artista su pasado personal es la fuente de donde emanan sus posibilidades creativas, la nostalgia es el camino para que ese pasado rinda los frutos de que está preñado. El arquitecto no debe, pues, desoír el mandato de las revelaciones nostálgicas, porque sólo con ellas es verdaderamente capaz de llenar con belleza el vacío que le queda a toda obra arquitectónica una vez que ha atendido las exigencias utilitarias del programa.

Mi socio y amigo, el joven arquitecto Raúl Ferrera, y el pequeño equipo de nuestro taller, comparten conmigo los conceptos que tan rudimentaria e insuficientemente he intentado presentar ante ustedes. Hemos trabajado y seguiremos trabajando animados por la fe en la verdad estética de esa ideología, y con la esperanza de que nuestra labor, dentro de sus muy modestos límites, coopere en la gran tarea de dignificar la vida humana por los senderos de la belleza y contribuya a levantar un dique contra el oleaje de deshumanización y vulgaridad.

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